“Si vas a hacer un artículo del Évole, ponle que me ha hecho sufrir muchísimo, que yo estaba en Valencia corriendo entre medias de los tanques, voy a tomarme un orfidal…”
Fueron las últimas palabras de mi señora madre al teléfono anoche, cuando devolví su llamada tras ver, tarde ya en la pantalla del móvil, los múltiples e infructuosos intentos de la buena mujer para contactar conmigo a lo largo de la retransmisión de la particular ‘Guerra de los mundos’, a lo Berlanga y retrospectiva, con la que Jordi Évole martirizaba a media España.
Y es que no, no tuve la fortuna de disfrutar en directo la emisión del último capítulo de Salvados, esa delirante ‘Operación Palace’ de la que, sin duda, se hablará durante mucho tiempo en este país. Tampoco tuve ocasión de tranquilizar a mi madre antes de que el mismo Évole lo hiciera en su aclaración final, suponiendo, claro está, que no me hubiera alcanzado a mí también la histeria colectiva.
Porque histeria fue en gran medida lo que hallé en las redes sociales en cuanto pude conectar el pc, y no sólo histeria: internet ya estaba anegado de todo tipo de memes, chanzas, comentarios indignados hasta la virulencia, frases de reconocimiento de genialidades diversas, alabanzas y críticas despiadadas sobre la calidad del reportaje y no sólo técnica, reculadas de personajes conocidos reconociendo haber picado, teorías conspiratorias varias y mucho, mucho cabreo.
Variadas son las respuestas emocionales y racionales al espectáculo sufrido. De entre los fans de Jordi Évole –quienes unos más, otros menos, suelen seguir de cerca los devenires de esta política nuestra– se podrían destacar principalmente dos posturas: la del rechazo por el temor al que, como a Pedro con el lobo, nadie vuelva a tomar en serio cualquier versión no oficial sobre altas temáticas polémicas, y la del reconocimiento al guiño lanzado por el autor en su explicación final, con la que, exponiendo que “seguramente otras veces también les habrán contado mentiras y nadie les ha dicho” que no era verdad, pretendía abrir la mente del telespectador hacia el cuestionamiento de todo aquello que, con enorme grandilocuencia, le llega de los medios de comunicación.
Sobre los primeros, es de suponer que muchos de ellos, fieles seguidores de unas u otras conspiranoias, se hayan sentido engañados y defraudados por el ídolo, al destapar un falso complot a gran escala similar, en su desarrollo y presentación de pruebas ‘irrefutables’, a otros tantos que recorren las redes sociales. Pataletas.
De entre los segundos, muchos habrán imaginado que tras esta colosal tomadura de pelo se esconde una jugada maestra relacionada con la costumbre de Jordi Évole de reavivar temas añejos que ya habían caído en la desmemoria, siendo un ejemplo aquel gran programa de ‘Los olvidados’ del metro de Valencia, con el que Salvados logró volver a situar en primer plano una tragedia enterrada bajo toneladas de dudas, documentación anómalamente extraviada y laberínticos tejemanejes políticos y judiciales.
Volver a poner sobre el tapete el 23F es innecesario per sé, puesto que jamás se fue: multitud de documentales y textos existen y se siguen generando sobre aquel intenso día de 1981, apoyando tanto la versión oficial de lo ocurrido como aventurando narraciones paraoficiales con mayor o menor credibilidad, pero siempre desde la más circunspecta seriedad.
Era necesaria una vuelta de tuerca, hacernos sentir verdaderamente engañados, timados, para despertar en nosotros, españoles que ya obviamos el tema por recurrente, el ansia de conocer la verdad sobre aquel día, pues también es densa la niebla que lo circunda. Tal y como aparece en el colofón del programa, la verdadera historia del 23F no puede ser contada, ya que “el Tribunal Supremo no autoriza la consulta del sumario del juicio hasta que hayan transcurrido 25 años desde la muerte de los procesados o 50 años desde el golpe” de Estado.
También habrá quien, habiendo o no caído en la trampa, se haya sentido ofendido por el atrevimiento del equipo de Salvados a tratar con tanta irreverencia un tema que, según su parecer, merece tantísimo respeto y no ha lugar a tomarlo a broma. Una opinión es, no la de quien redacta este texto, que considera que poco o nada es tan sacro que no permita un chiste.
De cualquier modo, de entre todas las manifestaciones de esta noche, me gustaría concluir recordando la que abría este escrito. Imaginar a tantas y tantas personas que vivieron y sufrieron aquel día, corriendo con la falda arremangada entre los tanques para regresar al cuidado de los hijos, o conmocionados frente a un televisor en blanco y negro que mudamente anunciaba posibles ejecuciones de familiares cercanos o la propia. Imaginarles ahora, 33 años después, con el corazón en un puño y los ojos desorbitados, pensando por unos momentos que tanto les engañaron, que vivieron una farsa que entonces sufrieron aterrorizados absurdamente. Imaginarles también ahora cuestionándose si, no esta farsa del Évole, sino otra, nos ha tenido en la inopia durante tres décadas. E imaginarles exigiendo de una vez el fin de algún teatro, aunque les haya costado un orfidal o varios.